Aterrizando en México

Finalmente, después de unos largos días arreglando, embalando, limpiando el departamento, llegamos a México. El último día ni dormimos. Nos buscaban para ir al aeropuerto de Maiquetía a las 2:30 am y eran las 9 pm y aún teníamos muchas cosas por botar o regalar, la casa estaba patas arriba y para colmo, no habíamos terminado de hacer las maletas.

Menos mal el vuelo era directo Caracas – DF, porque apenas nos sentamos en el avión cuando el cansancio, el estrés y el sueño activaron nuestro “off”, así que antes de despegar ya estábamos profundos en nuestras butacas.

Llegamos a México, y nos recibió el fresco “veraniego” de la ciudad. Hacía sol pero pegaba una brisa fría que contrastaba con los 30 y pico de grados a los que estábamos acostumbrados los últimos días en Caracas (“¡mamarro ‘e calor que estaba haciendo!”).

Nos esperaba un joven que enviaron para buscarnos y llevarnos al que sería nuestro hogar por los próximos 30 días. El pobre no se imaginaba con lo que se avecinaba: dos personas con caras de locos (como mínimo) cargando cuatro maletotas casi tan grandes como él, un bolso de mochilero, otro morral con nuestras laptos y una maleta de mano; la odisea se le presentaba en ese momento: ¿Cómo subir todo esto y a los recién llegados a un carrito sedán?… Desde que nos vio hasta que fue a buscar el carro en el estacionamiento se notaba que venía haciendo cálculos, midiendo mentalmente su espacio. Entre maniobras lo logramos, quedando distribuidos de la siguiente manera: dos maletas en la “cajuela” junto a la maleta de mano, dos maletotas en el puesto de atrás a las que yo iba casi abrazada, César adelante con uno de los bolsos y, no podía faltar, el joven chofer casi asustado al mando del volante.

El trayecto no fue muy largo.  En el ínterin, volvía a ojear la ciudad que había visitado 6 meses antes en plan de vacaciones sin pensar en aquel entonces que próximamente estaría de vuelta para quedarme – mientras hacía lo posible para que el par de maletas que estaban junto a mí no me aplastaran -. César, mientras tanto, iba conversando con el chofer quien se fue relajando a cada kilómetro que avanzábamos.

Ingresamos a la colonia (urbanización) donde se ubica el departamento temporal. Veo muchos árboles y verdor alrededor, edificios bajitos, espacios para caminar, ciclovías, muchas personas sacando a pasear a sus mascotas… y, al bajarnos del automóvil, no se escucha el estruendo que uno esperaría de una ciudad inmensa, sino al contrario, silencio interrumpido sólo por el piar de algunas aves.

Nos encontramos con nuestro edificio.  Aparenta ser de los años 70 aproximadamente y no tiene más de tres pisos. Tenía una reja de entrada, a lo cual, con mi mente aún dominada por la paranoia colectiva venezolana, pensé de una que había inseguridad en la zona, pero luego al ver la cerradura me dio risa.

A empezar a bajar todo el perolero. En eso, llega una muchacha delgadita y nos da la bienvenida. Elia se llama.  Es una colega de César quién está pendiente de toda la logística de quienes, como nosotros, estamos arribando en estos días al DF. Nos da las llaves e ingresamos al edificio. Seguimos por un pasillo, luego un patio interno, otro pasillo y…. ta táaaaan… ¡Sorpresa!…. unas escaleras. César y yo nos miramos, volteamos a ver las maletas, nos volvimos a ver, no nos dijimos nada pero la mirada lo decía todo: “¡NO HAY ASCENSOR!”. Bueno, manos a la obra. A agarrar las maletas y a subir.

Ni nos dejaron descansar 2 minutos. Nos dieron unas indicaciones sobre el departamento – los datos del wifi y la clave, restaurantes cercanos y servicios a domicilio -, y a volver a salir para ubicarnos donde quedaba la oficina – a cuadra y media – e ir a tomarnos unas fotografías para unos documentos. Fuimos al foto-estudio. Fue rápido, más me tardé tratando de arreglar el cabello para que en la foto mi rostro y orejas estuvieran completamente libres de mi melena – para arreglar mi cara de destrucción no había nada humanamente posible – que lo que fue mirar la cámara y recibir el “flashazo”.

Por fin tomamos un respiro. Saliendo del foto estudio vimos en la acera del frente un localito que decía “Pozoles y Flautas”… ya eran casi las 3 pm, no nos habíamos dado cuenta, e inmediatamente nuestros estómagos empezaron a reclamar. Fuimos y pedimos cada uno un Pozole mediano, en mi caso acompañado de un agua de horchata, el menú perfecto para un “¡bienvenidos a México!”.


Nota para los que aún no conocen México:

Foto de http://patrimonionacionaldelsabor.mx
Pozole: Es un caldo muy popular en México desde la época prehispánica. Su nombre obviamente viene del náhuatl y significa “hervido” o “espumoso”, ya que la base de este preparado es el maíz conocido como cacahuazintle y debe hervirse por varias horas en una solución de agua con cal para que suelte la cáscara que lo recubre; cuando esto ocurre el maíz se abre dando una apariencia espumosa. A la sopa se le agrega, según la región, carne de pollo o cerdo desmechado y, finalmente, el comensal la adereza a su gusto con los ingredientes que, sin falta, van a colocar a un lado: lechuga, cebolla, rábano, limón, chiles, tortillas tostadas, orégano y limón.

Pueden ver además un video y receta en este link 

Horchata_de_arroz Agua de horchata: es una bebida tradicional mexicana hecha con arroz , es muy ligera y refrescante (buenísima cuando está bien fría). Recuerdo también la horchata de valencia (España) pero esta última se hace con un tubérculo que le llaman Chufa.

2 thoughts on “Aterrizando en México

  1. Me encantó el artículo Leo!!! te deseo el mayor de los éxitos en México. Te sigo leyendo pa’ ver como continúa la cosa jajaja

    Un abrazo

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